No puedo evitarlo: soy un auténtico sibarita de los olores. Poseo un sentido del olfato hiperdesarrollado lo cual, si habitualmente es positivo también da sus quebraderos de cabeza por la manía de algunas personas a lavarse poco o a tener “mascotas” (=chuchos apestosos, básicamente).
La tarde antes de partir para El Valle de los Lobos decidí pasarme por el “Sephora” como me gusta hacer a menudo. Siempre hay algún perfume nuevo que me sorprende gratamente. Lo cierto es que soy más de aromas fuertes de maderas, tierra o almizcles que de perfumes frescos o afrutados. Los Kenzo, D&G y compañía que no aguantan nada me repelen bastante. Demasiado “pijo-diseño” para mi gusto.
Aparte del imprescindible y nunca caduco “Fahrenheit” o el almizcle casi en estado puro del sublime “Antaeus” de Chanel mi nueva debilidad es “Terres” d’Hermès: todo maderas y tierras que duran en la piel horas y horas.
Así, bien perfumado, subo al autocar camino del Valle. El viaje tiene su propio aroma. Huele a gasolina, a cortado rápido bostezando en Alfajarín y Burgos, a desinfectantes en lavabo de área de servicio, a humanidad y a prisa anhelante por llegar.
Y cuando llegas...Huele.
Al bajar del autocar, medio desmontado después de 11 horas de viaje, huele a fresco amanecer, a aire limpio de montaña, a abrazos de reencuentro. Mi piel aún conserva el aroma de los perfumes del “Sephora” pero mi alma regresa a los olores amados.
El pueblo huele a vida, a gente conocida que te quiere y a la que quieres, a rocío en la hierba, los robles y las berzas de la entrada. Y a fundido en abrazo con las personas que más quieres. Y a café con leche con pan recién hecho en horno de leña y magdalenas calientes. Y a preguntas. Y a explicaciones. Y a miradas...
Unos días después de llegar toca “sacar las patatas”. Ese día huele a amanecer de rocío y a expectación por como será la cosecha. Cuando empiezas el duro trabajo el calor va transformando los aromas. Ahora es a tierra fresca, en la que estás metido hasta los tobillos. Un aroma inigualable y mágico. De vida en estado puro. Huele también al sudor que empapa la tierra que te da sus aromáticos frutos. Porque las patatas huelen a dulce regalo de la tierra cuando las coges. Después huele al polvo seco de los viejos sacos de esparto que reciben a las patatas y a más sudor cuando las subes en la carretilla al sol del mediodía. Cuando llegas a casa te espera una fresca y aromática cerveza con gaseosa y el inigualable aroma del bocadillo de chorizo casero.
Luego hay que sacar las cebollas. Uno de mis perfumes preferidos. La tierra húmeda se mezcla con el perfume dulce de las cebollas y te dan ganas de meter todo eso en un frasco para recuperarlo cuando estés en la ciudad. La savia de las cebollas con la tierra crea una pasta que un año más restriego embriagado por la cara al limpiar el sudor. Es fantástico.
Son días de trabajo en el campo. Las mañanas que toca arrancar las hierbas en las fincas de los castaños también tienen su perfume. Los helechos y la retama al ser arrancados huelen áspero y dulce. Y el agradecido castaño también.
Y son días de caminar por los senderos de los montes repletos de miles de olores en cada planta, en cada tipo de corteza, en cada rastro de animal .
Tiene aroma, también, la charla con la señora María. Huele a sabiduría, a longevidad, a aquella paz llena de vida que desprenden los viejos y que tanta falta nos hace en este mundo loco. A sus 97 años se queja que “ a veces se olvida de cosas”. Y uno piensa: “que envidia”...
El otoño comienza y, al igual que en la primavera, los olores se multiplican. Las moras de zarza, ya maduras, tienen aquel dulce y evocador aroma de la infancia y el inigualable sabor de lo más auténtico: los dones de La Tierra. Las manzanas con sus aromas que oscilan entre el dulzón y el ácido envuelven el aire de los huertos del pueblo al atardecer, mientras el rojo cielo anuncia la bonanza del día siguiente.
La Fiesta Grande de finales de septiembre huele a reencuentros, a perfumes dispares en cuerpos de gente llegada de distintos lugares con el único fin de reunirse con los que quiere y celebrarlo. Huele a cervezas, tabaco y amistad en el bar y a cubatas y humo bailando en humanidad bajo la orquesta. Huele a pulpo con su ajo y su pimentón en la Feria del Ganado y a riquísima empanada casera en el hogar. No existe nada mejor.
El día central huele a lluvia y a emoción en la ermita. Muchos. Cada uno desde su distancia y hoy allí. Lejos pero siempre allí. Poniendo ante La Virgen que Huele a Nieve todo lo que ha vivido, anhelado, amado o sufrido durante el año. Las miradas emocionadas también huelen: a esperanza, a dolor: a ser humano. Cada año falta alguien y ese aroma se hecha de menos. “Que volvamos a estar todos el próximo año, Madre”. Las plegarias huelen a la cera humeante de los cárdenos cirios y la sal en los húmedos lacrimales.
La tarde huele a jugosa carne de ternero asado entero para comerlo compartido. Todos. Deliciosa. A más baile bajo la carpa y a despedidas entrañables con cerveza en la mano. “Hasta la Navidad o hasta el próximo año”...
Las primeras setas de las lluvias otoñales aportan aquel aroma del humus dulzón en descomposición que tan sabiamente convierte la materia vegetal putrefacta en exquisitos manjares.
¿Y los ríos?. Las gélidas aguas de los ríos donde meter los pies es un placer también tienen su olor. Huelen a vida fresca, a riqueza infinita que regala vida en abundancia allá por donde pasa. A dulce saponaria en las orillas y a mullido fresco musgo por cualquier rincón de aroma a tierra, rocas graníticas y agua.
El verde de los helechos va mudando en oro en una paleta increíble que oscila del amarillo al gris pasando por todos los matices de los ocres. Y esos colores huelen. Huelen a fin de ciclo vital para empezar de nuevo. El agridulce aroma de los helechos perfuma los bosques de robles y castaños donde empiezan a caer sus aromáticos frutos.
Y donde también huele de forma casi obscena a almizcle y sudor en estado puro. Los corzos comienzan la berrea y las leves trochas que año tras año utilizan están empapadas de su aroma. Lo dejan en la hierba, en los helechos, en la retama, en la corteza de los árboles. A veces pasear por esos senderos casi marea por el intenso olor. Cuando más en silencio está el bosque un atronador berrido de un soberbio corzo te recuerda desde algún lugar que has entrado en sus dominios. Entonces huele a poder.
Las trochas de los corzos son utilizadas también por los jabalís se que afanan a hacer acopio de las dulces bellotas antes del invierno. De repente huele intensamente, pero no es el almizcle del corzo. Un gordo y ágil jabalí sale de entre los helechos para seguir comiendo en cuanto te vayas.
Y el trabajo sigue oliendo. Poco a poco la bodega se va llenando de los aromas de los frutos de la tierra: ácidos tomates, suaves pimientos, dulces calabazas, terrosas patatas, dulces manzanas maduras...
Huele al frío acero del hacha y a la madera que será cortada para el invierno. Viejos troncos de madera de cerezo, castaño, roble y abedul con aquel inigualable y fascinante perfume de la madera (sólo comparable al de la tierra) que embriaga mientras trabajas. Cada tipo de madera posee un aroma distinto: dulce y suave el cerezo y el abedul, agrio la del castaño, recio la del roble. Incluso cada astilla posee su característico olor. Y el serrín de diferentes colores tendrá también sus diferentes perfumes antes de fertilizar la tierra de los huertos.
Visito el cementerio. Huele a espera y a dolor por los que no están. A búsqueda de sentido y a miedo por la incertidumbre de desconocer lo que espera. Pero ese perfume también forma parte de la vida y aunque no guste hay que olerlo.
El día de la inauguración de La Casa del Pueblo huele a amistad de los que viven juntos y a obra bien acabada. A rica comida como mejor sabe: compartida. A excelente empanada de bacalao a riquísimos callos, a buen vino y a risas, a bromas y buen ambiente. A gente.
Huele extraño el crujir de un grueso hilo con el que una gorda araña ha cerrado el camino para su caza. Poco después la tormenta traerá el suave aroma de la tierra mojada y de la lluvia unidas en mágico perfume.
Huele, luego, al humo de las primeras chimeneas que se encienden los soleados días del otoño. Y a dulces castañas que caen en el suelo. Y a cestas de mimbre. Y a agrio esparto de sacos que acogen los frutos. Todo el valle huele a recolección y a vida: las castañas que recoges, las bellotas que comen los jabalís, las perfumadas manzanas, las amargas setas...
Un día huele a “hasta pronto” y vuelve a oler a viaje. La piel ha perdido los artificiales aromas del “Sephora” pero el alma ha ganado todos los de la Vida.
Vuelve a oler a gasolina del viaje, a cortado rápido bostezando en Burgos y Alfajarín, a desinfectantes en lavabo de área de servicio, a humanidad y a prisa por llegar: ahora porque no queda más remedio.
Una pena que parte de esos aromas propios del viaje un maleducado paquistaní empeñado en quitarse los zapatos y una veintena de africanos sin lavarse desde África se empeñaran en destrozar con su falta de consideración, de respeto y de educación. Valores no reñidos con la pobreza y la necesidad.
Cuando llegas a la ciudad huele a humo. A prisa. A ruido. A coches. A café rápido en bares. Y a montones de aromas. Artificiales. Irreconocibles. Todos mezclados para enmascarar un drama: las ciudades no tienen aroma. Y si huelen es a desechos: materiales y también humanos. A angustia. A apariencia. A desconfianza. A prisa. A consumo innecesario... Y a menudo a sinsentido.
Los Olores de Vida quedaron esperando tu regreso en el lejano Valle de los Lobos. En la ciudad sólo queda el consuelo de ir encontrando, con dificultad, olores que te hagan pensar en los aromas de La Vida. En el cálido reencuentro con los amigos cada miércoles, en el trabajo bien hecho, en la cerveza de los jueves en el bar de siempre con las bromas de los conocidos, en Santa María del Mar, en alguna escapada a alguna de “tus” montañas...
Y, por supuesto, de vez en cuando acercarte al “Sephora” a probar nuevos perfumes de tierras y maderas, claro...
Fografías:
1- Lepiota entre la hierba húmeda.
2- Helechos otoñales.
©-Lobogrino