BIENVENID@

"Que los caminos se abran siempre a tu encuentro, que el viento sople siempre a tu espalda, que el sol brille templado sobre tu rostro, que la lluvia caiga suave sobre tus campos. Y que, hasta que volvamos a encontrarnos...Dios te guarde en la palma de su mano". (Bendición Celta)

24 abril 2007

TRAS EL INVIERNO...

- Es extraño, pero aunque somos tan distintos, ya no puedo vivir sin ti.
- Je jeje. A mí me ocurre lo mismo. ¿Recuerdas como empezó todo?.
- ¿Cómo no voy a recordarlo si es la historia de mi vida? :

Nací una cálida noche del mes de julio más caluroso de la historia. Después de muchos dolores mi madre dio a luz a cinco hermosos gatitos. Nacimos en un rincón escondido de un pajar escondido, junto al huerto en el que una generosa señora alimentaba a mi madre. Nacimos entre la paja y entre la paja estuvimos hasta que pudimos empezar a caminar.
La buena de mamá pasaba el día con nosotros, protegiéndonos. Únicamente salía, poco, para comer las sobras que aquella buena señora dejaba en un rincón de la huerta.
Mi madre era una gata atigrada gris de esbelta figura. No tenía dueños que la cuidasen, como tampoco había tenido su madre. Siempre se tuvo que buscar la vida pero jamás fue ladrona. La señora Baldomina, su benefactora, pronto se percató de su presencia en el huerto y empezó a dejarle comida en un rincón.
Nacimos en la pobreza y en la más absoluta pobreza transcurrieron nuestras vidas.
Lo primero que vi cuando, a los pocos días de nacer, se abrieron por primera vez mis ojos, fue la sonrisa de mamá y su áspera lengua lavándome la cara. Oí ruidos que no supe identificar y, tras mover la cabecita, vi un amasijo de piel, patas, morros y orejas que no entendía. Mamá me apartó a un rincón de la mullida cama y pude ver por primera vez a mis cuatro hermanos. Los trillizos eran del mismo color gris pardo que mamá y la gatita una belleza tricolor. En cuanto a mí: mi pelo es gris intenso.
Recuerdo el rayo de sol que iluminó el montón de paja y pelo de mamá donde nacimos. Un inalcanzable ventanuco viejo permitía el paso a la luz entrevetada de polvo. A nuestro alrededor, en la penumbra, se amontonaban todo tipo de aperos herrumbrosos entre telas de araña y montones de polvo, viejas maderas eran pasto de la carcoma junto a restos de aromática hierba envejecida.
Un mes después salimos por vez primera. Mamá vigilaba cada movimiento con inquietud. Los trillizos jugaban a pelearse entre ellos, la gatita no salía de las faldas de mamá, y yo, siempre al final, descubría todo un mundo de sensaciones: tan pronto olía la flor de un azulado pensamiento, como perseguía una afanosa abeja que iba y venía de las flores a la colmena.
Mamá, siempre pendiente de nosotros con paciencia infinita, constantemente nos juntaba y nos protegía.

Nací una cálida noche de del mes de julio más caluroso de la historia. Después de muchos dolores mi madre dio a luz a tres bellos gatitos. Nacimos en la sala de estar de una amplia y céntrica casa, rodeados de los cuidados de los dueños de mamá. Nacimos entre mullidos cojines y entre cojines estuvimos hasta que pudimos corretear por los pasillos.
Mamá pasaba el día con nosotros, cuidándonos. Dejaba el mullido lecho para comer la comida gatuna enlatada que le servían sus amos en un cuenco siempre reluciente. También salía para que la peinasen y le arreglasen el largo pelo.
Mi madre era una gran gata persa azul. Desde siempre sus dueños la habían cuidado como ya habían hecho con su madre. Su vida transcurría plácida y tranquila. Apenas salía a la calle: en casa lo tenía todo para vivir bien. Su pelo siempre estaba limpio y peinado y a ella le gustaba acostarse, ronroneando, en el sofá de la sala.
Lo primero que vi cuando, a los pocos días de nacer, se abrieron mis ojos fue la sonrisa excitada del nieto de los dueños y la mano de su madre alejándole de mí. Mamá se puso a lavarme la cara con su áspera lengua. Miré a mi alrededor y vi a mis dos hermanos durmiendo tranquilamente junto a mi.
Ella era una gatita blanca de largo pelo y el hermano un majestuoso gatito persa gris. En cuanto a mí: soy un gato persa de tres colores.
Recuerdo la amplia luz que entraba a raudales por los cristales de la galería.
Junto a nosotros plantas de interior, una mesa de madera y cristal con sus sillas y el resto de muebles del comedor en un suelo reluciente.
Desde que pudimos empezar a andar nos movíamos por aquel espacio. De vez en cuando alguno de los nietos de los dueños se escapaba para jugar con nosotros y hacernos perrerías. Mientras correteábamos por la sala y jugábamos con las cortinas, las plantas y cualquier cosa que veíamos, mamá nos observaba tranquila desde su rincón ronroneando feliz.

El verano transcurría con su asfixiante calor y nosotros crecíamos bajo los cuidados de mamá. Ella nos enseñó a mordisquear las sobras que le dejaba la señora Baldomina. Seguía dándonos de mamar a la vez que nos apartaba los mejores trozos de comida. Cada vez estaba más delgada pero la infancia es inconsciente y nosotros nos disputábamos toda la comida quitándosela de la boca. Correteando, descubriendo los rincones de la huerta o del pajar, comiendo y aprendiendo a cazar ratones por los rincones crecíamos felices.
A mediados de septiembre llegó una familia que también nos dejaba restos de comida en la huerta.
Empezó el otoño y cambió el tiempo: los días ya eran más cortos, el verde se tornaba dorado y el calor iba cesando. Nosotros, sin dejar de mamar, cada vez comíamos más con lo cual mamá cada día estaba más flaca. Ahora un hombre joven también nos llevaba comida todas las mañanas. Nosotros, desconfiados como nos enseñó mamá, nos acercábamos sólo cuando él se iba. Los trillizos siempre eran los más valientes, la gatita no se despegaba de mamá y yo, vigilante, en la retaguardia. En un par de ocasiones la señora Baldomina intentó cogerme, pero yo soy más rápido: una vez me zafé de un saco y otra salté antes de que me atrapase una cesta. Desde entonces me volví aún más desconfiado, pese a los intentos de acercarse por parte del hombre joven.
Unos días después Baldomina dejó de ir a llevarnos comida y sólo nos alimentaba el hombre joven.
Con los primeros fríos y el hambre los trillizos cada vez se aventuraban más fuera de la huerta, pese a que uno de ellos apenas veía por una enfermedad en un ojo. La gatita era la enfermiza y triste sombra de mamá. Mamá cada vez estaba más delgada, ya no corría pero nos dejaba comer antes de hacerlo ella.
Lo mejor del día era la vuelta al nido del pajar. Allí, pese al hambre creciente, juntos al calor de mamá éramos felices. Mamá sonreía con tristeza...
La tragedia llegó con la primera helada del invierno: dos de los trillizos salieron con el alba. Sólo yo les vi salir. Uno de ellos se giró, me dedicó la mejor de sus sonrisas y dejó del pajar tambaleándose. Poco después, cuando salimos a comer, la gatita lo encontró muerto por el hambre junto a la piedra donde nos dejaban las sobras. Mamá cogió su cuerpecito con sus dientes y lo llevó a un rincón de la huerta, lejos de nosotros. El otro yacía congelado junto a la reja de entrada del huerto.
El día antes de Navidad el trillizo que quedaba salió del pajar hacia el huerto. Tenía mucha hambre y no veía bien...
No volvimos a verle, pero nos enteramos más tarde por un viejo gato que al dejar el huerto le atropelló un coche y le arrastró lejos.
Sólo quedábamos tres. La gatita y mamá cada día más débiles y yo, que aguantaba el frío y el hambre como podía.
Intentábamos continuar con la vida habitual, pero ya no había risas, ya no había fuerzas para juegos, y ya no había carreras. El hombre joven continuaba cada día llevándonos comida, con gesto preocupado por las ausencias. Ahora era yo el que le apremiaba. Toda mi vida se reducía a esperar la comida y dormir junto al calor de mi madre y mi hermana.
A principios de año noté frío a mi lado antes de despertar. La gatita había muerto de hambre mientras dormía.
Mamá, con resignación, lentamente la llevó al rincón más alejado del huerto.
Mamá ya no tenía fuerzas. Yo la seguía a todas partes y ella me llenaba de cariño. Su mirada era triste y resignada. A mediados de enero, poco después de comer, volvimos al pajar. Yo me dormí enseguida junto a ella. Cuando desperté era de noche y ella no estaba. Esperé a que volviese toda la noche, solo en el pajar. Y al día siguiente. Y al otro... El hambre me obligó a salir. El camino, la piedra donde comíamos, el pajar...todo me olía a mamá. El hombre joven me vio desde la calle y al momento me llevó comida. Yo seguía sin fiarme de él pero en el fondo sabía que era lo único que tenía. Cuando acabé de comer volví al pajar y me dormí en la paja que olía a mamá y a los hermanos. Estaba solo.

El verano transcurría con su asfixiante calor y nosotros crecíamos bajo la mirada atenta de mamá. Poco a poco los amos de mamá nos enseñaron dónde teníamos que mear. Era un cajón con una arena que olía a serrín. También nos daban leche en una lata tres veces al día. Alguna vez nos sacaron al jardín y descubrimos la hierba, las flores, el viento y los insectos. Mamá nos observaba tranquila y atenta. Una vez a la semana nos bañaban y nos peinaban. Íbamos creciendo y todo era ideal.
Empezó el otoño y llegó el gran cambió. Un día llegaron unos señores con nuestros dueños. Nos cogieron y nos miraron a todos. A mi no me gustó nada y no paré de morder y dar zarpazos. Los desconocidos hablaron con los dueños y cogieron a mi hermano, el gatito persa gris. Dieron unos pequeños papeles de colores a los dueños y se lo llevaron. No le volví a ver. A mamá parecía no importarle demasiado pero a mi no me gustó y me volví desconfiado. Lo llamé pero no hubo respuesta.
Días más tarde los dueños de la casa cogieron a la gatita blanca y también se la llevaron. Creí que irían a bañarla pero aquella noche no volvió; ni tampoco al día siguiente. La estuve llamando durante varios días, pero mis baldíos maullidos debieron molestar a los amos que en alguna ocasión me pegaron para que me callase. Mamá no hacía demasiado caso a lo que ocurría pero yo me sentía fatal. Un día me despertaron muy temprano, subieron a mamá al coche en una jaula de plástico y a mí me llevaron a una huerta en el medio del pueblo. Subieron al coche y se fueron. No sabía a donde ir y me acerqué maullando a la casa que estaba más cerca. Como pude trepé hasta una ventana y al cabo de un rato la abrió una señora. Me aparté desconfiado pero ella me sacó comida al corral que había detrás de su casa. Encontré refugio debajo de una pila de ramas secas, junto a una pared, sobre un puñado de hierba seca, en un rincón del corral. Tenía miedo, estaba solo y todo mi mundo se había desmoronado. La primera noche lo pasé fatal: había montones de ruidos desconocidos y luces lejanas... Tres días después del abandono empezaba a estar más tranquilo. Con el pelo que se me enganchaba en las ramas pude hacer una especie de cama en el rincón escondido. Había otros gatos grandes que me perseguían y me pegaban pero mi rincón era demasiado pequeño para ellos y me sentía ligeramente seguro.
La señora Baldomina, que era como se llamaba mi nueva amiga, me dejaba la comida junto a la ventana de su cocina y espantaba a los otros gatos para que yo pudiese comer.
Pero aún faltaban más sorpresas. Un día la señora Baldomina me intentó coger y me refugié en mi escondite. Me daba miedo desaparecer a mí también como le había ocurrido a mi familia. Al día siguiente cuando fui a comer como de costumbre la ventana estaba cerrada. Esperé todo el día pero nadie apareció. Por segunda vez en poco tiempo volvía a estar solo. Regresé a mi rincón. Hacía mucho frío y mi pelo sucio y desgarrado apenas me protegía de la helada. Pero como mi rincón era algo caliente mi mayor problema era el hambre.
Mi olfato me guió, una fría mañana del mes de enero, hacia una huerta donde una piedra grasienta olía a comida. Me escondí en un tiesto viejo y al cabo de un rato apareció un gatito atigrado de color gris intenso. Se subió encima de un picadero de leña y esperó mirando nervioso hacia la verja.
Estaba muy delgado y tenía la mirada triste. Poco después llegó un hombre joven con una bolsa. La vació encima de la piedra y se alejó. El gatito gris se puso a comer con ansia. Yo, que llevaba cuatro días sin hacerlo, no pude más y me acerqué. El gatito se asustó y se alejó unos metros. Comí un poco y me aparté. Entonces él se acercó y acabó lo que quedaba. Luego desapareció. Yo regresé a mi rincón del corral.
Estuvimos así durante varios días hasta que un día decidí seguirle...

Una noche soñé que había alguien a mi lado. El sueño era tan real que incluso sentí calor. Cuando desperté vi sobresaltado al gato de tres colores y largo pelo, que comía conmigo desde hacía unos días, durmiendo junto a mí. Salté y gruñí. Él hizo lo mismo, pero pronto nos acercamos. A fin de cuentas hacía tiempo que comíamos juntos. Ese fue el inicio de nuestra amistad. Desde entonces no nos separamos para nada. Nos hemos convertido en la familia del otro. Comemos juntos la comida que puntualmente nos lleva el hombre joven o su madre. Dormimos en el pajar donde nací. Salimos a cazar ratones o a explorar por los alrededores. El gato de pelo largo, que es más grande que yo pese a tener mi edad, me protege de otros gatos.
Ahora los días son más largos. Ha llegado la primavera y el tiempo es más suave. Vuelven brotar las plantas, el perfume de las flores de los cerezos y los manzanos, la menta y el laurel nos reconforta, las golondrinas nos despiertan con sus cantos. Hemos crecido, tenemos fuerzas. Y estamos juntos. Pese a ser del mismo pueblo nacimos en mundos totalmente distintos. Somos diferentes pero ya no podemos vivir el uno sin el otro. Y gracias a que estamos juntos sobreviviremos.
Seguro.

©- Lobogrino. Valle de los Lobos. 31 de Marzo de 2004.

12 comentarios:

Nando dijo...

Sin comentarios...
El final precioso, pero hasta llegar allí...
Un día una buena amiga escribió este texto que os reproduzco... GRACIAS LOBO... Somos iguales/Somos diferentes...

"Un día... un encuentro...
dos vidas... un camino en común...
luchar... caer y levantarse...
sentir... una amistad...
un instante... el resto de una vida.
Un ángel... mi ángel!"

Nando

Churru dijo...

Aprender a volar con alguien al lado, ver el valle de los Lobos desde las alturas.

Anónimo dijo...

Como dice Churruán, ver el valle desde las alturas o a ras de suelo... lo mejor es tener esa capacidad tuya para maravillarse y maravillar a quien te lee.

Saber apreciar las pequeñas cosas es a veces el mejor regalo que podemos hacernos a nosotros mismos.

Y te repito...que bonito escribes!!!

Besos mil.

Anónimo dijo...

Hola Lobogrino,
me ha gustado. Dos vidas que en principio no se teian que encontrar, pero acontecimientos ajenos a ellos hacen que se encuentren.
Estos dos personajes necesitan comida, pero sobre todo cariño.
Hay tanta gente que viviendo en mundos diferentes, necesitan lo mismo.
Lobo, a Mariló ya le dieron ayer el piso.
Nos vemos en la ass.
Besos. LOLA

Anónimo dijo...

Precioso. No puedo decir más.

Asun dijo...

Sigo con mis pruebas.

Me alegro del piso de marilo

Javier dijo...

La vida siempre es una aventura en la cual nos encontramos numerosas pruebas, lo importante es saber aprender de ellas y descubrir que aunque parezca que estamos solos, siempre aparecerá una mano amiga.
Precioso cuento.

Miau dijo...

Un relato muy bonito.

Anónimo dijo...

¡Ahí va, Miau! ¿Tú también por aquí?

Hay que ver cuánto cundimos los beceros.

Miau dijo...

jejejeje, SIIII, el mundo es un pañuelo... relleno de becer@s

Lola es amiga mía de hace añoOooos y, sabiendo que me iba a gustar, me pasó el enlace :-)

Anónimo dijo...

Hi, Lupus....
Ciertamente, algunas lágrimas han salido de mis ojos al leer el relato... Vale, soy un sensiblero, puede ser.... Pero gracias de todas formas!

Kisses for all!

Arquitecturibe dijo...

Wow!!!! o mejor...Miauu!!!! que bonito!!!!! será que en algun sitio hay un gato persa esperando por este gato Colombiano? esperemos que si.... eso es lo que nos motiva cada día verdad?.... un saludo desde mi lejana galaxia!